Capitulo 1
Es verano y sé que moriré en el invierno.
Si tengo suerte.
El médico lo dijo mirándome con esa expresión de
sereno profesionalismo destinado a mantener la calma y ayudarme a comprender.
Aun así no consigo aceptar las implicaciones: Tengo 36 años, soy joven, estoy
muriendo y no hay mucho que pueda hacer al respecto.
Ni yo ni nadie.
Sentada en la consulta, mirando la lluvia golpear
suavemente los ventanales, todo en lo
que podía pensar era ¿Por qué yo?
De algún modo, siempre me sentí a salvo, inmune a las
enfermedades, el dolor, la muerte, tomándolas como cosas que le ocurren a
otros.
Siempre a otros, no a mí.
Tengo…
No…
Tenía, la vida ideal: era jefa del departamento de contabilidad
en una gran empresa, poseía una hermosa casa y estaba casada con Rubén, mi
novio desde el instituto, pero lo único que en verdad deseaba era un hijo.
Pensé que sería fácil quedar embarazada, pero el
tiempo avanzó y nunca ocurrió, a pesar de todos mis esfuerzos, mes tras mes
esperé ilusionada sólo para decepcionarme una y otra vez.
Cada mes, cada intento fallido se llevaba un poco de
mi alma haciéndome sentir fracasada.
Mi relación con Rubén se llenó de silenciosos
reproches porque la culpa convierte lo que toca, aun lo más dulce, en acido.
Noche tras noche, mientras la pasión se volvía obligación,
mi vida perfecta se convertía en una fachada y ni siquiera podía notarlo
enganchada como estaba a conseguir mi deseo.
Me daba mil excusas, mil razones posibles por las
cuales no conseguía embarazarme: Estrés, cansancio, incluso Dios, imaginaba
todas las causas posibles, todas excepto la real.
Finalmente tuve que aceptar que no lo lograría sola.
Necesitaba encarar el problema, salir de dudas y de algún modo, aun cuando no
me atrevía ni siquiera a decirlo en voz alta, salvar mi matrimonio
La primera vez que entre, con Rubén de la mano, a la
consulta, creí ingenuamente que todo se resolvería. Me decía que la medicina es
capaz de realizar milagros.
Hoy sé que no habrá milagros para mí, aunque en ese
momento ni siquiera sospeché, todo en lo que podía pensar era en sentir a mi
bebé moverse en mi vientre.
Mi médico, un hombre encantador de manos suaves,
ordenó una serie de exámenes para descartar, según dijo.
A las primeras pruebas le siguieron otras y luego
otras más. Fui pinchada, escaneada, escrutada
y más. Odie cada segundo de la
experiencia pero resistí refugiándome en la fantasía de ser madre, de sentir la
vida crecer.
Debí saber que no eran buenas noticias.
Ningún medico tiene esa expresión cuando va a decirle
a alguien que todo está bien. Sentada en la impoluta consulta, escuché su voz
suave y controlada hablar de plaquetas, de sangre, tiempo y para al final
pronunciar la palabra leucemia como una sentencia de muerte pero todo en lo que
podía pensar, era que nunca sostendría entre mis brazos, el cuerpo pequeño y dulce
de un bebé, nadie me llamaría mamá.
Moriría antes de lograrlo.
Todo lo que tenía hasta ese momento, era una ilusión
para sostenerme y ahora se ha ido. ¿Qué debo hacer? ¿Qué diablos se supone que
debo hacer?
Ni siquiera supe que lloraba hasta que una gota cayó
sobre la pechera de mi blusa.
—Oh Dios —sollocé, eso fue todo, no podía hablar. La
escena entera se me antojaba irreal y al mismo tiempo definitiva.
Rubén me miró…
No viviré mucho tiempo pero mientras lo haga no
olvidaré su rostro lívido, ni la frialdad de sus dedos sujetando los míos.
Me sentí como si lo hubiera traicionado.
Escuché atontada a mi esposo hacer preguntas, tantas
que apenas podía seguirlas, mucho menos comprender excepto por un sólo hecho,
dolorosamente claro: no había nada que hacer.
Podría tener otros médicos, podría buscar otras
opiniones, podría…
¡Dios! como odie esa palabra. Podría…posibilidad,
cuando yo no tenía ninguna.
Al final estuvo claro que no importaba cuantas pruebas
más me hicieran, ni el esfuerzo o dinero, nada cambiaría, tenía leucemia,
moriría y el resultado sería igual.
Aún así el médico nos dio dos opciones, una era
arriesgarme, aceptar un tratamiento experimental sin ninguna garantía de éxito,
pasar los meses que me quedan atada a una cama de hospital muriendo de a poco,
con el cuerpo martirizado por la quimioterapia en busca de una esperanza lejana
como la luna.
La otra era vivir lo mejor que pudiera el tiempo que
tuviera, después de todo el fin sería lento, moriría con la misma suavidad con
la que una vela se apaga.
No recuerdo como regresamos a casa, el viaje en coche
o las calles de mi ciudad.
Perdí la noción de todo hasta que me descubrí lado a
lado de Rubén en nuestra cama, vestidos, sin tocarnos ni hablar, juntos, pero a
la vez distantes.
Quería llorar, gritar, maldecir, tenía necesidad de
Rubén, de sentirlo, su cuerpo, sus manos, su boca, buscar, desesperadamente,
consuelo, en nuestra unión.
Quería escucharlo decirme, prometerme, que todo
estaría bien, que saldríamos de esta, que un día nos reiríamos del asunto, que
lo haríamos tomados de la mano como un par de ancianos tontos. En vez de eso,
él sólo me miraba con ojos vacíos.
Sentí el acostumbrado impulso de reconfortarlo. Ese
siempre fue el tono de nuestra relación. No lo hice, me rebelé contra esa
costumbre que creamos. Esta vez yo era la que necesitaba de él, de su amor.
Quise preguntarle si me amaba
¿Me quieres? Sentí las palabras
quemar mis labios, quise decirlas, pero tuve miedo.
Miedo de la respuesta. Miedo de saber lo que ya podía
leer en sus ojos, así que callé, me tragué las lagrimas sin saber quién moriría
primero, nuestra relación o yo.
Éste es el primer capitulo de mi novela Marina, editada por Pelicano y a la venta en Amazon
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