lunes, 19 de diciembre de 2011

Canción de mar cap 7


No estaba segura de cómo debía sentirme tras haber pasado las más increíbles horas de mi vida haciendo el amor con Keil. Lo ocurrido entre nosotros era diferente a cuanto hubiera sentido antes, no sabía que nombre darle,  pero estaba segura que traspasaba las barrearas del simple sexo.
Quizás tan sólo era que se trataba de mi primera vez y me sentía un poco extraña, a lo mejor estaba confundiendo agradecimiento con amor.
No lo creía, había permanecido inmóvil durante muchos años pero a la vez consciente, todo ese eso tiempo vacío me había llevado a una profunda introspección, ¿pero en que otra actividad podía emplear mi tiempo?
Estaba segura que esto era especial, diferente, un sentimiento que me llevaba a desear ser mejor para él y al mismo tiempo y por extraño que pareciera hasta agradecer este castigo que condujo hasta Keil.
Una paradoja.
—¿Estas bien?— me preguntó una vez que nuestras respiraciones fueron calmándose mientras flotábamos indolentemente sobre el agua dejando que el sol nos acariciara.
—Perfecta— musité casi sin aire—¿y tú?
—Perfecto — dijo abrazándome y girando para colocarme sobre su cuerpo.
—Hummm— suspiré al sentir el calor en mi espalda —podría quedarme así para siempre.
El sol ya estaba subiendo en el cielo, brisas cálidas nos envolvían dejándonos adormecidos.
—¿Te gustaría ir a la playa?—— me preguntó acariciándome la espalda.
Me lo pensé. 
Quería ir a tierra, desde luego, no había estado de pie en doscientos, años, pero por otra parte no deseaba estar rodeada gente. No quería a nadie entre nosotros. Si únicamente me quedaba este día trataría de aprovecharlo al máximo.
—¿Solos tu y yo?— levanté la cabeza para mirarlo.  
—Únicamente tú y yo— puntualizó él—quiero mostrarte algo.
—Si, claro que quiero.
Nadamos o más bien él me llevó por muchas millas de océano, hasta llegar a donde el agua fue haciéndose clara porque el sol traspasaba iluminando y matizando, admirada observé nuestras sombras moverse por la arena del fondo, se deslizaban sin esfuerzo, con elegancia, mientras la profundidad disminuía.
—Espera— Keil me detuvo cuando intenté ponerme de pie.
—¿Por qué?
Keil se levanto irguiéndose en el agua sin esfuerzo cambiando de posición con naturalidad, las gotas frescas del mar se deslizaron por su piel dejando regueros brillantes que recorrían sus cabellos, cuello, hombros cintura para unirse al mar de nuevo. Parecía un Dios marino y de nueva cuenta me olvidé de respirar observando la perfección de su cara, la firmeza de su cuerpo.
Sin esfuerzo alguno me levantó para llevarme en brazos sacándome del agua como si yo apenas pesara.
Arropada entre el calor del sol y la frescura de su piel mojada, me sentí la mujer más afortunada del planeta mientras Keil avanzaba los últimos metros hasta detenerse en la línea en la que el mar tocaba la arena.
Cuando arribamos el día estaba ya entrado, el sol se encontraba alto en el cielo, ninguna nube interrumpía el cielo y a lo lejos este se juntaba con el mar fusionándolos en una línea que parecía eterna.
Era sí como me comenzaba a sentir con respecto a Keil.
—Bienvenida — dijo con seriedad antes de bajar la cara hacia mi y darme un beso hecho a partes iguales de ternura y ardor que terminó demasiado pronto y me dejo anhelante e insatisfecha.
Con mucha suavidad fue bajándome hasta que ambos estuvimos de pie sobre la playa, bajo el calorcito delicioso del sol, tan solitarios como si fuéramos los únicos seres en el planeta.
Habría deseado que fuese así, que tuviera alguna oportunidad con él pero la amenaza de la maldición comenzaba a pesarme, recordándome que mi plazo se vencía mañana y que de no volver a mi barco temía que sería Keil quien que cambiaría de lugar conmigo.
Estoy segura que hace doscientos años la chica superficial que fui habría sacrificado al tritón sin pestañar, pero el tiempo no pasa en balde y había dejado su marca en mi alma.
—¿Te gusta?— me preguntó Keil sacándome de mi introspección y señalando la extensión desierta de playa.
—Me encanta— lo abracé por la cintura para escuchar el latido de su corazón.
El rompió a reír a carcajadas, sus hombros se sacudían y pronto me encontré riendo igual contagiada por su entusiasmo.
—Digo, el lugar— me dijo cuando logró ponerse serio
—Ah… eso… también, es bonito— le dije de nuevo nos encontramos riendo como un par de chicos despreocupados.
Fue un día perfecto, el mejor de todos, Keil me llevó a una playa desierta, prístina, de arenas tan blancas como debían ser en los albores del tiempo, que bordeaban un pequeño bosque de altísimas palmeras que se mecían en la brisa, bajo las cuales permanecimos tumbados, contemplado el mar y conversando de miles de cosas, desde recuerdos hasta tonterías que habíamos visto.
No sé como terminé contándole de mi vida en la isla, de mis padres, de mis recuerdos pero no pude hablarle de la maldición, no quería ni pensar en ella y sin embargo permanecía entre nosotros como una nube oscura y amenazante en el horizonte
Keil me contó sobre tritones y sirenas, su amor por el mar, la felicidad que sentía al nadar sin rumbo fijo, por sus palabras entendí el verdadero concepto de libertad que no tiene nada que ver con hacer lo que a uno se le antoje sino con vivir sin remordimientos.
Creo que en ese momento comencé a amarlo, mientras hablaba de libertad y miraba el océano con brillo en los ojos. Me había dado un día maravilloso, el mejor en toda mi vida y no me arrepentiría nunca.
A media tarde sentí hambre pero me encontraba tan desconectada de mis sensaciones que me llevó algo de tiempo reconocerlo.
Keil hizo para mí un banquete marino: ostras, camarones, cangrejos que tostó sobre una fogata, para alimentarme con sus propias manos dándome pequeños bocados entre beso y beso, me dio de beber agua de coco, tan fresca y dulce que me supo a cielo.
Dormitamos perezosos resguardándonos del sol de medio día abrazados sobre la arena cálida.
En la tarde nadamos durante horas, jugando sensualmente, explorándonos mutuamente con lánguidas caricias y besándonos una y otra vez.
Sin embargo la melancolía fue apoderándose de mí mientras el sol comenzaba su lento descenso, contemplando el atardecer entendí otros concepto de libertad, la de hacer lo correcto.
—¿En qué piensas?— Keil me abrazó al sentir mi angustia.
—En nada realmente— mentí.
—oh, vamos— me acarició suavemente un pómulo antes de darme un pequeño beso en la nariz— es tu primer día libre en— titubeó antes de decir— bueno en muchos años, tienes que estar pensando en algo.
—En ti— respondí evitando mirarlo para no dejarle ver mi tristeza — estaba pensando en ti.
El sonrió, su piel dorada pareció resplandecer a la luz moribunda del ocaso. —Espero que cosas buenas.
—Las mejores— giré la cara para poder ver sus ojos —como podría pensar otra cosa.
Lo besé, mi primera iniciativa en un beso, antes había dejado que él tuviera decisión pero ahora quería tocarlo, me moría por hacerlo por recorrer con mis dedos esa piel perfecta, lisa y suave como la seda.  Me colgué a su cuello y pegue mi cuerpo levantándome ligeramente, empujándolo contra la blanda arena hasta que los dos quedamos recostados en ella.
—Te amo— murmuró inesperadamente contra mi boca y no pude evitar que mis ojos se llenaran de lagrimas. Era mi primera declaración de amor que realmente era sincera.
—Y yo a ti — le respondí entre beso y beso, segura que ese sentimiento calido y a la vez desgarrador que me hacía feliz y miserable era amor.
Las manos que acunaban mi cara tocaron la humedad que se derramaba de mis ojos, con delicadeza Keil se apartó rompiendo el beso para mirarme.
—¿Por qué lloras?—— su tono era de preocupación
—Porque me siento feliz— no era realmente una mentira, por lo menos no por completo.
Lo miré largamente, queriendo retener en mi memoria su imagen pero él tenía otros planes y giró colocándome sobre mi espalda.
La noche ya había caído, el sol era apenas un recuerdo que teñía de púrpura el horizonte.
Ahí recostada sobre la arena, con el hermoso rostro de Keil recortándose contra el cielo tachonado de estrellas agradecí el castigo que me había llevado a ese momento. Mirando sus ojos azules llenos de amor comprendí que gustosa cambiaría otros doscientos años confinada en la madera por ese único maravilloso y perfecto día.
Keil se inclinó acomodándose entre mis piernas y yo simplemente dejé de pensar.

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