No
creo en el amor.
Nunca
lo hice, ni siquiera cuando era adolescente y mis alocadas hormonas me
convirtieron en una criatura calenturienta incapaz de pensar en otra cosa que
no fuera el romance a quien, desde ese entonces, le di el acertando nombre de
cachondeo.
¡Ah!…
si mi madre hubiera sabido de mis experimentos de autocomplacencia, seguramente
me habría amenazado con el infierno y la vergüenza, por no mencionar el
sinnúmero de enfermedades mentales que los actos de tal naturaleza acarrean a
las jóvenes díscolas como lo yo.
Lo
bueno fue que nunca se enteró, supongo que no le cabía en la cabeza que su
tierna hija menor, a quien con tanto esmero había educado, era en realidad una
ninfómana en ciernes.
Recuerdo
bien que desde que tenía 15 años y en cuanto acepté finalmente que el
matrimonio feliz de mis padres era tan sólo una falacia, pues vivían en medio
de una soterrada guerra en la que nunca había un ganador sino muchos perdedores.
Ver
las batallas y las luchas entre ellos me hicieron comprender una verdad que ha
acompañado mis pasos a lo largo de la vida: el amor es tan sólo una palabra
para disfrazar el deseo.
Gracias
a la falta de moderación de mi padre y a sus muchas indiscreciones (como a mi
madre le Alextaba llamar a las mujeres con las que le pintaba el cuerno) aprendí
que los hombres buscan a las mujeres para follar y que las palabras tiernas se
terminan en cuanto el sexo deja de ser una promesa y se convierte en una
realidad.
Suena
cruel, pero al fin y al cabo (y gracias a mis viejos) yo me convertí en una
adolescente atípicamente cínica con respecto al amor. Nunca creí en los cuentos
de hadas, ni en las historias rosa en las que los protas sortean mil dilemas y
al final viven felices comiendo perdices.
Nop…
yo era rara, diferente, en cierto modo madura, en otro, una deficiente
emocional. A la luz de los años puedo ver claramente que no era natural que,
aun a la tierna edad de diecisiete años, no anduviera en busca del amor, como
todos los demás miembros del rebaño juvenil, sino en pos del hombre con quien me acostaría
por primera vez.
Es
cierto que tuve novios, chicos de buen ver con los que pasé tiempo y a los que
dejé meter mano…hasta cierto punto.
A
pesar de todos mis calores de adolescente, siempre hubo un instante de duda,
una línea que no me atrevía a cruzar, no por temor— el temor era desconocido
para mí en aquel entonces— sino por alguna oscura razón que no descubrí sino
hasta que lo conocí.
Pensar
en él me hace recordar el mundo en el que crecí, que a la luz de los años me
resulta tan distante del que ahora vivo, como del cielo a la tierra. El
internet ni siquiera pensaba en existir, los celulares tampoco—salvo en las
películas de 007— el ritmo era otro y las maneras también.
El
punk no era moda sino actitud y por razones por demás obvias fue la que asumí,
tratando, sin éxito, de obtener un poco de atención.
A
mis viejos les deba lo mismo si me delineaba los ojos al estilo Cleopatra o si
usaba esmalte de uñas digno de un enterrador. No es que confiaran en mi juicio o
que llegaran a la conclusión de que estaba atravesando una etapa y ya se me
pasaría, simplemente creo los dos que estaban demasiado ocupados con el
infierno en que se había convertido sus vidas como para tratar de controlar la
mía, así que básicamente yo estaba por mi cuenta.
Ciertamente
compensaban su forzada indiferencia pagando la matricula de un carísimo
instituto educativo, afiliado a su vez a una institución religiosa de abolengo,
a la que yo odiaba.
Cada
día era un suplicio, simplemente no encajaba en aquel bastante homogéneo grupo
de adolescentes y sin embargo prefería asistir a clases, que quedarme en
casa.
A
pesar del tumulto emocional en el que vivía inmersa, se podría decir que mi
vida era aburrida, no era el arquetipo de la adolescente que les Alexta
presentar a las novelas, es decir nunca fui adicta al sexo, las drogas o la
adrenalina.
Mi
más grande vicio: fumar en los baños.
El
pecado más oscuro— hasta ese momento—: el deseo de terminar con todo.
Supongo
que se podía decir que más que una chica mala, era tan solo una cría triste,
sin muchas expectativas, y por cómo me encarrilaba hasta ese momento, sin
futuro.
Hasta
que Alex apareció, no como un alumno más, sino como el profesor sustituto Alejandro Petricelli, quien llegó un viernes de verano a hacerse cargo de la clase de mate,
con apenas veintiseis años a cuestas.
Capitulo
1
Alex
Petricelli medía un metro ochenta de estatura,
tenía un cuerpo esbelto pero elegantemente musculado, abundante y
ensortijado cabello oscuro, más largo de lo habitual, una nariz digna de una
escultura griega y ojos del mismo tono
de la noche.
Sus
pestañas eran tan largas que casi estaban fuera de lugar, sin embargo la dureza
de sus pómulos y la barba de un día, que ensombrecía su fuerte mandíbula,
equilibraban la masculinidad de su rostro.
Aun
recuerdo el momento en que lo vi entrar con paso decidido en el salón de
clases, con aquellos prohibidos jeans negros que se abrazaban a sus muslos, una
camisa de vestir que parecía usar casi a regañadientes y aquellas botas de
trabajo, tan parecidas a las que yo llevaba por simple rebeldía.
Por
única en mi vida, sentí como si un millón de mariposas volaran en mi vientre.
Bello…
fue un pensamiento fugaz, pero sorpresivo. Después de todo no era el primer
hombre guapo que veía. Sin embargo había algo en él que me hacía sentir
exactamente como una adolescente debe: emocionada, acalorada y muy, muy tonta.
Y
odie la sensación.
Alex
asentó sus cosas sobre el gastado escritorio y se volvió hacia la clase que por
alguna razón, guardaba un hermético y sorprendido silencio.
—Buenos
días — saludó y el acento extranjeramente argentino de su voz, convirtió las
mariposas de mi vientre en brazas ardiendo dentro de mi pecho.
Juro
hasta el día de hoy que toda la población femenina de la clase suspiró al mismo
tiempo. Si él se dio o no cuenta, no lo sé, aunque una reacción así es difícil
de pasar por alto, sin embargo él actuó como si nada.
—Mi
nombre, es profesor Alejandro Petricelli — dijo enfatizando la palabra profesor, antes de continuar
impertérrito con su presentación en medio del pequeño barullo que siguió a la
sorpresa. Con prisa y en medio se soterradas expresiones de asombro, mis
compañeros fueron tomando sus lugares.
Al
frente de la clase, Luz y Gaby perfectamente sentadas en sus pupitres lucían
como un par de niñas buenas que realmente eran. Dos lugares tras ellas,
Fabiola, jugueteaba coqueta mientras exhibía la misma sonrisa boba que todas
parecían compartir.
Excepto
yo, la única en aquel grupo de 30 jóvenes preparatorianos cuyo rostro se negaba
a seguir las pautas del rebaño, sin embargo puedo recordar cada detalle de ese
día, cada sonido. Puedo recordar incluso las respuestas a las preguntas
formuladas por mis condiscípulos.
Si,
era de un lugar lejano llamado Mar de Plata (era la primera vez que
escuchaba hablar de él) en Argentina.
Si él,
era profesor sustituto.
No,
no sabía cuándo volvería el profesor
Santiago a hacerse cargo de la clase.
Si
(risa condescendiente) era soltero.
Más risas tontas de las chicas de la clase…pero
tenía una novia formal.
Ah…
(suspiros desencantados de las chicas)
Desde
el fondo del salón— a donde los parias íbamos a parar— yo podía darme el lujo
de mirarlo, pues como es usual, los profes le dan poca importancia a los chicos
problemáticos.
Excepto
que en un instante y sin razón a aparente él, Alejandro—Alex— Petricelli, me
miró directamente y sin dejarse intimidar por mi actitud.
Algo
que parecía casi eléctrico corrió por mi vientre. Durante menos tiempo de lo
que demora un latido, su mirada corrió por mi piel con la apreciación de un
hombre no de un niño.
Sentí
mis mejillas arder mientras mi traicionero corazón perdía el compas.
Hasta
que recobré la sensatez y comprendí que era sólo la imaginación y las hormonas
jugándome una mala broma al hacerme sentir atrapada y seducida por el deseo de
creer en una falacia.
Enamorarse
era tonto, infantil, cursi, ridículo y potencialmente peligroso especialmente
cuando se trata de un imposible.
Lo
sabía bien, sin embargo, ni siquiera yo era inmune al seductor encanto del
romance.
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