miércoles, 7 de marzo de 2012

Canción de Mar 8


Hacer el amor con la mujer amada, besar la sal de su piel, el dulce de sus labios, escuchar la canción del mar latiendo en su pecho es mi nuevo concepto de paraíso.
Saciarme de ella resultaba imposible, cada segundo que pasábamos juntos, estaba lleno de maravillosos descubrimientos, como la satisfacción pura, de sostenerla entre mis brazos sin otro deseo que estar juntos.
Quise decirle tantas cosas, prometerle el mundo entero, pedirle que se quedara a mi lado, contarle historias disparatadas, sólo para verla sonreír, pero no fui capaz de encontrar las palabras, así que la besé.
Sus labios sabían a luz de sol, lágrimas no derramadas y tantas otras cosas bellas a la vez que tristes.
Durante un breve instante, traté de detenerme, romper el beso y preguntar la razón de la angustia que intentaba esconder, pero ella enredo los brazos en mi cuello, me atrajo a su cuerpo y el mundo dejó de existir.
Hicimos el amor en la playa, nuestra cama fue arena cálida de sol, nuestra manta el cielo infinito y durante esos maravillosos y eternos momentos, mi mundo estuvo completo porque al tenerla a ella, lo tenía todo.
La besé de pies a cabeza, desde sus dulces sienes hasta la curva escondida de sus pantorrillas. Toque la redondez de sus pechos con labios y manos, mi boca se alimentó del caramelo oscuro de sus pezones, de la sal que el sudor dejó sobre su vientre. Saboreé la poza de su ombligo y aun más allá  cuando mi descubrí con los dedos el húmedo delta cubierto de oscuros rizos.
La espalda de Aileen se curvó elevando sus pechos como ofrenda a la noche cuando finalmente la toqué. Labio a labio le di el más profundo de los besos y ella se derritió convertida en lascivia resbalosa y salada  para deslizarse contra mi rostro con el mismo ritmo de una embestida carnal.
 Mi lengua sondeo la profundidad de su carne, la penetré tan profundamente como podía sujetándola de la cintura mientras mis propias caderas presionaban el vacio de la arena en un preludio de la posesión. 
—¡Dios!— gimió fuera de si.
Al levantar la cara de entre la v de sus piernas comprendí que la imagen de Aileen, cara al cielo y entregada al placer, me acompañaría por siempre.
Cuando mi boca rodeó el pequeño botón en que se había convertido su clítoris, el orgasmo la golpeó casi de sorpresa. Incapaz de contenerse, mi sirena se sostuvo de mi cabello como si lo hiciera a un salvavidas, su voz se alzó en un gritó que era mitad agonía, mitad placer mientras curvaba la espalda y su henchido centro se contraía rítmicamente.
Nos quedamos mucho tiempo así, simplemente no me resignaba a dejarla, así que seguí lamiendo hasta que sus temblores cesaron tras lo cual di un último beso a su intimidad y la abracé colocando mi mejilla contra la curva de su vientre.
— Quiero sentirte—dijo  de pronto con una sonrisa de sirena.
—Me has sentido— respondí con la garganta repentinamente seca.
—No, no así— ella se levantó sobre un codo y acaricio mi rostro, las puntas de sus dedos trazaron el contorno de mis pómulos— quiero sentirte por completo.
Estuve sobre ella en un latido, piel a piel, pecho a pecho, con sus muslos envolviendo mis caderas y sus hermosos ojos oscuros fijos en los míos.  Mi erección rozó el estrecho y resbaladizo portal. Su humedad me cubrió y entré en ella centímetro a centímetro gozando de su estrechez. Se sentía bien, correcto, adecuado. Éramos perfectos juntos, arena y sal, ola y marea.
Aileen onduló las caderas, sus uñas se clavaron en mi espalda impulsándome a entrar en su intimidad más profundamente. Quise ser delicado, pero ella no lo permitió, se entrego por completo al momento obligándome a hacer lo mismo.
Mi fuerza embistió contra su fragilidad, mi erección se abrió paso en su apretado y ardiente canal, una y otra vez, rodeé su cintura, me aferré a ella empujando su cuerpo contra la arena. Dejé atrás toda pretensión de civilidad, me convertí en poderoso océano invadiendo una cosa hecha mujer.
La amé como nunca antes, me fundí en ella, deshaciéndome igual que la espuma sobre las rocas hasta que el placer desbordó todos mis sentidos y llene su suave vientre con mi semilla.
—Te amo—confesó cuando el placer aun nublaba sus sentidos y a pesar de que ese debía ser el momento más feliz de mi vida, el tono roto y dolido de su voz, tiño mi alegría de pesadumbre.
—No me dejes— supliqué sin estar seguro de querer escuchar más.
—Siempre te amaré —ella respondió soslayando mi suplica.
Quise armarme de valor, deseé preguntar pero tuve miedo a la respuesta, así que dejé pasar el momento y con él la pena.

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