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Me llamó Keilan, un nombre difícil de llevar, quizás es por eso que todos me conocen como Keil, soy hijo del agua y he vivido en este mundo por muchos años sin nada que me até, ni puerto al cual llegar.
Mi vida es libertad pero también soledad.
Viaje y recorrí todos los océanos del mundo, del pacifico al atlántico, del mar del norte a la Antártida. Conozco el Mediterráneo como a la palma de mi mano y el Caribe como un nativo. Lo he visto todo, lo bueno y lo malo. La eternidad y la futilidad y podría decir que nada me asombra ni conmueve.
Excepto ella, mi sirena de madera.
La encontré casi sin querer mientras nadaba entre las aguas pestilentes de Port Royal y eso se lo debo Ahab, mi mejor amigo. Él es un tritón con un extraño sentido del humor, una extraña fascinación por los hombres y una muy notoria tendencia a meterse en líos.
Es por causa de él y su insensato deseo de aventuras que terminé nadando entre las aguas sucias y pestilentes de Port Royal.
Al llegar me sentí desorientado. Encontrar tanto metal en donde antes había habido madera fue desconcertante. En mi mente las cosas no habían cambado desde que Barth Roberts, Roche Brasiliano y John Davis caminaron por sus muelles sin embargo todo era desconocido: los sonidos, los olores incluso los colores hacían de aquel puerto en un lugar distinto al de mi memoria.
Ya no estaban las viejas y coloridas casas de maderas en donde piratas y marinos bebían Ron y jugaban cartas, ni las mujeres de largos vestidos que miraban con añoranza el horizonte como si soñaran en algún lugar diferente.
Decepcionado floté con la cara al cielo entre andrajosas balandras y viejos botes pesqueros que flotaban apacibles en sus amarraderos justo al lado de extraños muelles en donde buques hechos de metal, relucientes, poderosos y tan grandes como pequeñas ciudades, aguardaban para zarpar.
Me disponía a regresar con Ahab cuando vi bajo la luz del ocaso, un moribundo barco de madera, con sus mástiles desnudos balanceándose al borde del naufragio. Me alegró ver una reliquia olvidada de otros tiempos.
No pudo resistir la tentación de rodearlo, acariciando la vieja madera cubierta de moluscos y agrietada por el tiempo el sol y la sal.
No tardaría en hundirse, pensé y me alegré por él.
Me despedí del barco deseando que pronto pudiera descansar abrazado por el mar, entonces levanté mis ojos y ahí estaba ella una mujer.
La mujer, mi mujer.
Al principio pensé que era un ángel que miraba desde la quilla.
Lucía majestuosa, elegante, delicada, frágil, ni siquiera encuentro las palabras para describirla.
Su cuerpo se balanceaba suavemente sobre las aguas, suspendido sobre ellas. Me recordó a un hada marina, con los cabellos despeinados por la brisa y esquiva sonrisa que desparecía apenas finaba la mirada en ella.
Tuve el impulso de acariciarla al igual que lo había hecho con el vetusto barco pero no podía hacerlo aunque nada me impedía hablarle.
¾Ahoy marinera ¾ la saludé, pero ella se mantuvo en silencio con los ojos fijos en el horizonte sin dignarse a mirar, fingiendo ser una escultura.
No me engaña, como tritón puedo sentir la vida aunque esta se disfrace y la suya es imposible de ocultar porque late enérgica y vital
Desde ese instante he permanecido en muelle cantándole viejas canciones marinas. Sé que me escucha aunque espera a que me marché. No tiene idea de lo persistente que puede ser un tritón o lo que siente cuando se enamora por primera vez y es lo que me ha ocurrido con sólo verla.
Sé que es demasiado pronto e intenso pero es lo que he sentido la verla, sin poder evitarlo y sin marcha a tras mi alma se entretejió con la de aquella sirena de madera irrevocablemente.
Es por eso que no puedo abandonar el muelle, es por eso por lo que canto intentado llamar su atención. Podría intentar ser pragmático y pensar con frialdad pero verla me hace desear cosas simples y tontas como hacerla reir.
!Ahoy tritón! me dijo sin sonido finalmente usando mis propias palabras al hablarme con aquella dulce voz suya que tenía el acento de tiempos antiguos. Deja ya de cantar o terminaran por verte.
he sonreído al sentir su respuesta que me recuerda una historia que escuche hace mucho, la de una chica y su amado en un balcón. No resistí la tentación de responder:
¡Ay! ¡Más peligro hallo en tus ojos que en veinte espadas de ellos! Mírame tan sólo con agrado, y quedo a prueba de su enemistad[1].
Ella rió suavemente para seguirme la corriente citando la parte de Julieta.
¡Por cuánto vale el mundo, no quisiera que te viesen aquí!
Me callaré ´pensé dejando a Shakespeare a un lado, pero primero dime ¿cómo te llamas?
Ella pareció dudar antes de responder, miró hacia el horizonte, a donde la luz del amanecer se anunciaba, parecía dudar hasta que finalmente murmuró en un susurró arrastrado por la brisa Aileen.
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