miércoles, 17 de noviembre de 2010

Canción de Mar

Canción de mar

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Si me alguien preguntará qué o quién soy, le diría… bien, supongo que la verdad, si pudiera hacerlo levantaría la cara y hablaría con voz firme diciendo: Soy un mascarón de proa, una escultura de madera con forma humana que se mece suspendida entre el cielo y el mar, entre la realidad y la nada, un cascaron vacío que antes solía ser una persona.

No siempre fue así, hubo una vez en que fui humana, con un cuerpo mortal, joven y bello. Tuve un nombre en ese entonces, uno que ahora parece un lejano recuerdo: Aileen

Nací hace casi doscientos años en las Antillas, en una isla bañada por el sol, donde el tiempo tiene otro ritmo y la vida parece luminosa y eterna. Mi padre se ganaba la vida comerciando con todo aquello que pudiera venderse, sin importar si se trataba de especias, azúcar, ron o personas. Mi madre nunca fue su esposa, pero él amaba a esa mujer de la isla tan bella y exótica como el mismo mar Caribe.

Como ellos, fui hecha para el mar, lo supe desde la primera vez que vi la inmensidad azul y verde subiendo y bajando al mismo ritmo que tenía la vida en mi isla.

Viví como humana durante veinte años, crecí protegida de la fealdad del mundo, mimada como correspondía a la hija de un prospero negociante. Puedo decir sin temor a equivocarme que fui feliz, pues contra todo pronóstico mi padre me amó como a la niña de sus ojos desde el momento en que la comadrona me puso entre sus brazos.

Él le dio satisfacción cada uno de mis caprichos sin importar si se trataba de algo banal o no. Gracias a su poder y su fortuna al crecer me convertí en la elegante figura de bailes y reuniones sin que nadie pusiera reparo alguno a mi origen.

Era bella y rica, cualidades que me hicieron amada por hombres deseosos de poseer lo que parecía destinado a ser mío por derecho. Sin embargo ese sentimiento mercenario no era real y crecí creyendo que el dinero sustituía al amor.

Frívola y presuntuosa me convertí en una mujer que creía dominar la vida sin pensar, ni imaginar que existía un mundo más grande que mi pequeña y somnolienta isla. En mi mente no cabía la idea de que todo podía terminar en menos tiempo de lo que sube la marea, como ocurrió en una noche de tormenta.

La noche de mi vigésimo cumpleaños mi vida mimada se desvaneció como la espuma del mar cuando se seca sobre la arena.

Para celebrarlo mí padre me regaló un barco, una elegante fragata de velas blancas y ornamentadas bordas, Reina del Caribe, se llamaba y era bello y majestuoso como su nombre. En él mi padre me llevó a dar un paseo por la costa para que todos pudieran admirarnos.

Aun recuerdo la explosión de colores que adornaban el día, azul brillante en el cielo del medio día, turquesa del mar Caribe, blanco del velamen flotando al viento, mi hermoso vestido de seda roja que resaltaba el tono de mi piel y mi padre sobrio y elegante de pie sobre la cubierta sosteniendo el timón.

La vida era hermosa o eso me pareció en ese entonces. Fue un día maravilloso con cielos despejados y mares en calma, hasta que el tiempo cambió, el viento comenzó a soplar y las agua a agitarse levantando olas de espuma que mojaron mi vestido. Mi padre quiso regresar al puerto al darse cuenta de la tormenta que se avecinaba pero a pesar de toda su pericia de viejo marino, no logró hacer que el barco virara con la velocidad necesaria y pronto nos vimos atrapados en medio de una tempestad con olas que se levantaban como dedos que intentaban sujetarnos.

En mi atolondramiento no comprendí el peligro, no sentí miedo, sino ira. ¿Por qué el mar se atrevía a desafiarme? ¿No se daba cuenta de quién era yo? Y mientras todos corrían a refugiarse yo hice lo contrario y salí a cubierta dejando que la lluvia y el mar encrespado me cubrieran por completo, en un arrebato de furia increpé al oleaje embravecido sin dejarme intimidar por su ferocidad.

Al paso de los años he pensado una y otra vez cuán insensata fui, qué torpe al imaginar que era demasiado bella, joven y rica para morir. Habría sido preferible morir a llevar una existencia como la que he llevado.

Si pudiera regresar a ese momento haría las cosas de otra manera, sería diferente, pero era joven y a pesar de mi vanidad también estúpida. Tanto que nunca imaginé el castigo que recibiría al pararme sobre la cubierta.

Mi voz no competía con el rugir del viento pero eso no evitó que vociferara como si pudiera ordenarle al mar. La lluvia y las olas empaparon mis vestidos e hicieron que el cabello se pegara en largos mechones a mi rosto, pero seguí gritando y maldiciendo hasta que una ola se alzó sobre la quilla y se derrumbó sobre mí para lanzarme a las aguas.

Al caer al agua pensé sentí el tirón de la seda mojada que pesaba como plomo arrastrándome hacia el fondo sin remedio.

Sentí como mis pulmones ardía mientras me asfixiaba. Pensé que moriría, pero de pronto todo cambio y floté inmóvil en medio de un gris infinito en donde no existía el tiempo, ni la necesidad de respirar.

Todo era tan insólito que mi terror inicial se convirtió en curiosidad.

Entonces él llegó y todo se volvió aun más extraño.

No sé de donde vino, ni porque lo hizo, pero yo descubrí maravillada algo que sólo existía en leyendas y hermosas historias que a mi padre la gustaba contarme cuando era niña y no podía dormir: Un tritón. Un hijo del mar con la forma de un hombre joven con abundantes cabellos negros y ojos oscuros que me miraban expectantes, tan sorprendido como lo estaba yo.

Nos miramos sin hacer nada, estudiándonos cada uno fascinado con lo que veía, hasta que sin decir una palabra él se acercó nadando entre la niebla gris. Sus dedos largos y fríos tocaron mis sienes y sentí como si se metiera en mi mente.

Casi al instante me liberó, pero su rostro tenía ahora un gesto de repugnancia.

-No eres en realidad un persona- dijo dejando que sus pensamientos llenaran mi mente, - eres sólo la carcasa vacía. No te preocupa, ni tu padre que te ama tanto y lucha para llevarte a salvo a puerto ni tu familia que llora y reza bajo cubierta

Yo era tan ingenua que pensé que comportándome igual que siempre, lograría salirme con la mía. Debí haber sido más humilde, pero en retrospectiva puedo ver que en no conocía el significado de esa palabra. Así que simplemente me alcé de hombros y dije con desdén - están ahí para servirme.

Él hombre del mar pareció sorprenderse, sus grandes ojos grises se abrieron y cabeceó como si yo hubiera dicho una blasfemia.

-El mundo no está para servirte..

-Hasta ahora así ha sido- respondí, sin saber porqué esperaba que él se comportara igual que todos los serviles aduladores que deseaban algo de mi padre y me llevara a mi barco.

No lo hizo, ni perdió el tiempo en palabras banales o descortesías inútiles, sencillamente me maldijo.

Aun hoy recuerdo sus palabras flotando como algas en el mar, envolviéndome, ciñéndose a mi cuerpo en un nudo que lentamente se fue apretando hasta cortarme la respiración:

-No sirves para nada, no le das valor a nada. dijo y mi cuerpo se contorsiono en medio de dolores que comenzaron en las puntas de mis dedos.

Es por eso continuó el tritón, mientras la agonía se extendía por piernas y brazos paralizándome estarás atada a una existencia sin vida real, atrapada e inmóvil, siendo la espectadora no la participante. Podrás verlo todo, escucharlo todo sin jamás alcanzarlo. Desearas a cada paso morir, pero la muerte te eludirá hasta que llegué el día en que alguien te del el valor que tú le has negado a otros, si es así, tendrás la decisión final sobre tu destino y sabrás si estas dispuesta a pagar el precio.

Mi corazón se detuvo cuando terminó de hablar. Un último golpe que vibro en mi pecho, sonoro y doloroso que pareció extenderse hasta indefinidamente pero que en realidad desapareció demasiado rápido.

Me sentí hueca como si me vaciara por dentro mientras me convertía en una simple imagen de madera, la vigía que nunca llegara a puerto, el mascarón de proa de mi propio barco, por todo el tiempo que permaneciéramos juntos, a menos que alguien tomara mi lugar o me amara tanto que se sacrificara por mí.

No tengo memorias de lo que ocurrió después, no sé si perdí la conciencia, o quizás en realidad me ahogué y este es mi propio infierno.

Desperté en medio de la luz abrumadora del sol sin darme cuenta de de nada. Por un largo momento creí que todo había sido un sueño, que me había desmayado sobre la cubierta y mi mente me jugó una mala broma, hasta que intenté moverme.

Aun recuerdo el horror, de sentirme prisionera, el pánico que me impulsaba a debatirme en un intento vano de escapar a la parálisis sintiendo mi tan prisionera como mi cuerpo.

No sé cuánto tiempo grité, ni cuantas lágrimas no conseguí derramar al llorar en vano porque mis ojos permanecieron fijos y secos mirando el oleaje infinito.

Desde ese momento permanecí confinada en mi piel de madera inmóvil y muda.

No pasó mucho tiempo antes de que deseara desesperadamente morir.

Sentía y aun siento, que el castigo era desproporcionado a mi falta. Después de todo, muchas otras personas (algunas en verdad malas) simplemente morían al caer al mar.

¿Por qué no podía yo tener esa suerte?

Así fue como llegué a odiar al mar al que tanto amé, irónico, teniendo en cuenta que estaba atada a él.

Maldije una y mil veces al tiempo que aprendía el verdadero significado de eternidad. Vi los años pasar uno tras otro en medio del vació de una existencia estéril. Me sentí impotente, inútil, sin valor.

Atravesé miles de días con el rencor y la desesperanza corroyéndome dese adentro, sin pensar en otra cosa, ni desear nada más que escapar.

Pero todo en la vida pasa y mi ira fue desapareciendo. Lentamente, sin darme cuenta el odio fue diluyéndose, casi al tiempo que el barniz que cubría mi cuerpo de madera desaparecía.

Descubrí que aun atada al hechizo seguía siendo humana y no podía, ni quería, pasar el resto de mi existencia revolcándome en la amargura ni el odio, así que sin darme cuenta me reconcilié primero conmigo y después con él mar.

Aprendí a disfrutar de las cosas que me quedaban: la caricia del viento sobre mi piel de madera, el placer sencillo de mirar, el sabor de la sal, cosas pequeñas y simples que salvaron mi cordura.

Crucé todos los océanos recorriendo el mundo, he sido testigo de cada aspecto de la cambiante y a la vez eterna personalidad del mar: La juguetona cadencia del oleaje al lamer la arena, la violencia de las marejadas que parecen desear arrancarle la piel a la tierra. Muchas veces dormí mecida por las olas bajo la luna llena o el sol ardiente, y en otras ocasiones navegué en calma pero también en tormenta.

He amanecido anclada en helados fiordos de Noruega, pasé calurosas tardes tropicales en la Martinica y noches frenéticas en Liverpool.

Vi toda clase de criaturas marinas: enormes ballenas, extrañas medusas, calamares que sólo aparecen en leyendas, minúsculas sardinas y cosas aun más extrañas, tanto como pueden ser las sirenas y tritones.

No he sido feliz, quien pude encontrar dicha siendo prisionero, pero al menos ha sido una jornada interesante. Vi y escuché cosas que jamás habría conocido de otro modo, he viajado por todo el mundo, he sido navegante, talismán, y adorno.

Fui joven, y ahora soy una vieja dama cuya vida se extingue anclada en uno de los muchos muelles de Port Royal, entre aguas pestilentes y viejos marinos, tan ancianos y acabados como el barco a quien estoy unida.

Como ellos me desvaneceré en la bruma, igual que los barcos de madera desaparecen frente a los de metal. Pronto no seré más que un recuerdo. La vida cambia y al igual que los hombres envejecen, mi barco también lo ha hecho.

Pasó los días esperando en soledad. He aceptado mi destino. Después de todo nada es para siempre. Lo que me repugna es terminar con mi existencia como un trozo de madera quemada en algún horno, como simple leña.

Ha venido un hombre a ver mi barco, al verlo tuve la esperanza de volver a navegar, después de todo se parecía a aquellos viejos capitanes que comerciaban ron y especias.

Me equivoqué, aquel hombre era un comerciante si, pero de otra clase. No se interesaba en el barco sino en su carne. Palpó con dedos agiles la superficie recorriendo los intrincados tallado de la madera mientras hablaba de dinero

Así que, antes de darme cuenta, mi barco, conmigo incluida, fue vendido, parte como leña, mitad como objeto de decoración,

Han pasado un día desde entonces, pronto vendrán más hombres para secar el dique en que me encuentro, llevarme a los galpones y convertir en astillas la madera para secarla al sol. El comerciante quiere arrancarme de mi barco para usarme como adorno.

No lo lograré, sé que si me arranca del barco moriré, pero no importa por lo menos mi castigo habrá terminado.

Mis arrepentimientos son muchos pero mi mayor pena es haber desperdiciado esos primeros veinte años existiendo sin vivir. He visto a las personas llevar vidas sencillas lamentando su brevedad y envidié esa experiencia, deseando sentir por una vez la simple felicidad de un día normal, uno en el cual pudiera ir a donde quisiera y hacer lo que deseara.

Quizás sea parte de mi condena saber que cuando a penas me queda un día más, he encontrado un motivo de alegría: He conocido a un tritón.

Más bien otro tritón, muy diferente del primero, un ser maravilloso cuyo rostro de ángel me ha hecho olvidar mi destino. No sé por qué o cómo llegó a puerto, pero ha logrado que desee tener un poco más tiempo y me ha recordado que antes fui una mujer.

Nada con la energía y belleza de un dios de mar, mostrando una impresionante musculatura al bracear. Tiene largos cabellos negros y abundantes que resplandecen bajo la luz del sol, un rostro masculino y agraciado que sólo el mar es capaz de crear con esa perfección: pómulos altos, nariz patricia, una boca hecha para besarse una y otra vez. Sus ojos tiene el azul de todos los mares, desde el turquesa del caribe hasta el ártico del estrecho de Magallanes.

Con sólo verlo mi viejo cuerpo de madera sufre por no poder tocarlo.

Él habla conmigo, me ve como soy y no únicamente el mascarón que aparento ser. Su voz tiene el sonido retúmbate del mar embravecido y la cadencia del oleaje al llegar a tierra.

Es una delicia escucharlo preguntar mi nombre.

Finjo no verlo, tratando de ignorar los sentimientos que produce contemplarlo

-!Ahoy marinera!- Grita, sacando el torso del mar -dime tu nombre sirena.

Sonrío a pesar de mis intentos de mantenerme seria, él me hace feliz con sólo llamarme sirena. ¡Dios!... sin tan sólo fuera cierto.

El tritón insiste en llamarme a pesar de mi negativa, parece no cansarse de nadar y jugar junto a la quilla.

Deseo tanto hablarle…

¿Me atreveré?

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