Bajo la
azulada luz de la luna tu cuerpo desnudo resplandece, mármol tibio derramado sin
pudor sobre sábanas de algodón basto. Tu
belleza, inmortal y fugaz, a un tiempo, es un faro que me atrae desde la
oscuridad de mi mar hacia la deslumbrante costa de tu lecho.
—Te amo —
murmuro a la noche desde mi noche y descubro que si tuviera que entregar mi
vida de nuevo, lo haría sin pensar y tan solo por el privilegio de de deslizar
la punta de mis dedos por tu piel de seda.
Por
revivir esos breves instantes en que los dos nos convertimos en uno, daría mi
alma sin dudarlo.
Dormida musitas
quedamente una plegaria y en el gélido aire de la habitación mi nombre,
desgranado silaba a silaba, nace convertido en vaho de tus labios.
Sueñas
con el amor perdido, lo percibo, y es tu voz doliente y esperanzada, la que me
ha hecho volver en ésta noche a tu lado.
Siempre me
pregunté si acaso los sentimientos eran más fuerte que el olvido o la
distancia. Si existía únicamente el aquí
y el ahora. Si al morir me desharía en la
nada igual que la respiración se funde con la niebla.
Ahora tengo
la respuesta y no importa, como tampoco el pasado o el presente, justo o
injusto, bueno o malo, la virtud o el pecado.
El cómo o
el porqué.
Importa únicamente
que estas y estoy, que tus manos dormidas me acarician, que mis manos pálidas te
sujetan. Importa tu respiración insuflando vida a mi marchito pecho, tu
valiente corazón latiendo por el mío, mis labios gélidos besando el pulso de tu
cuello.
—Amor —murmuras
llamándome en sueños, asida a mi espalda, arañando mi nada que a la luz de tus
emociones se convertida en todo.
—Aquí
estoy— respondo para robarte el aliento con un beso y beberme entero el rojo de
tus labios, en ésta noche de amor para los muertos.
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