Algunas veces la llamaba tía, un titulo que siempre antecedía a su nombre,
un nombre que a pesar de su evidente rareza, nunca percibí como diferente
y es que no recuerdo haber escuchado jamás, ni antes ni después, otro como el
suyo: Nadie
Ella era Nadie y al mismo tiempo todo, una presencia tan rotunda y contundente
que, en sí misma, resultaba, una contradicción a su nombre.
Nadie tenía los ojos negros como trozos de carbón, la piel cetrina, la boca
grande, la risa fácil y una corona de desordenados rizos rodeando como un halo su
cabeza, vestía siempre de colores vivos y la mayor parte del tiempo andaba
descalza.
No era amiga del orden, ni una gran ayuda en cualquiera de los menesteres
domésticos que implicaran agua, jabón, escobas o paños, sin embargo o a pesar
de, Nadie mantenía su oronda persona rigurosamente limpia.
A Nadie le gustaban los animales, especialmente perros y gatos, de los
cuales tenía muchos de todos los colores y tamaños por lo que al avanzar por
los vetustos corredores de la alquilada casa en donde crecí, se me
figuraba una reina rodeada de sus cortesanos de cuatro patas y de aquel niño de
ojos claros y piel de trigo que la seguía como a su sombra.
Sin ella, mi niñez habría sido diferente, triste diría, mis padres, simplemente
estaban demasiado ocupados en sus grandes proyectos como para realizar la miríada
de pequeñas y numerosas tareas que implica la crianza de un niño, así que
estuvieron más que agradecidos cuando Nadie anuncio, sin que nadie le pidiera,
que se haría cargo de aquella cría molesta y preguntona que parecía no encajar
en ningún lado.
No recuerdo época más feliz que aquella,
en la que esa mujer extravagante y colorida se
convirtió en mi madre sustituta, pues cada día, cada desayuno, merienda, cena, cada
hora del baño, cada juego y cuento, cada tarde de sol en la playa y cada hora
de dormir en mi infancia estuvo sin duda presidida por Nadie.
Puedo decir sin temor a equivocarme o faltar a la memoria que Nadie me amó.
Ella parecía eterna, pero no lo era, una mañana cuando mi cuerpo se
adentraba a la adolescencia aunque mi mente se empeñaba en permanecer anclada a
la infancia,
Nadie se marcho de sorpresa,
por el camino de conchas y caracolas que marcaba la frontera de lo posible,
dejando a mis padres, nuevamente con la carga, de criar un hijo al que nunca
habían conocido.
La enterráramos una tarde soleada, luminosa y poco parecida a la amargura
que reinaba pero idéntica a ella en su vivacidad y alegría.
En su lapida simplemente grabamos: Nadie yace aquí, como si de esa forma pudiéramos paliar el dolor de saber que la ociosa e inocente delicia de mis días con
ella terminaran de forma tan abrupta.
Ha pasado tiempo desde entonces pero aun ahora, al pensar en ella me invade
el deseo de ser niño de nuevo, tomar su mano morena y regordeta entre las mías
blancas y pequeñas para decirle lleno de admirada maravilla: Mira Nadie somos
iguales, soy tu hijo, el hijo de Nadie.