Frente al
altar que ayer mismo levantó, ella cae de rodillas y aguarda en silencio. El año
se ha cumplido, trescientos sesenta y cinco días desde la última vez que
estuvieron juntos.
Como siempre
la tristeza ha llegado primero, pero el día está a punto de comenzar y nunca ha
sido cosa buena desperdiciarlo en lamentos.
Con los
ojos cerrados y las blancas manos extendidas en un gesto de suplica, sus labios
desgranan suavemente una plegaria que es a la vez lamento e invocación a sus
amados.
Por un instante
contempla su obra y se permite un suspiro satisfecho, todo está listo, hecho y
preparado en el pequeño altar que ha dedicado a sus recuerdos.
Humo de copal
para perfumar, velas blancas que iluminan el camino de los grandes; coloridas candelillas
para conducir a los niños que se han adelantado, ofrendas de comida y bebida
para darles la bienvenida
Ella ha
puesto un poco de todo: café para mamá, un cigarro de hoja como el que fumaba
el abuelo, tamales, mole, cerveza, chocolate, pan de muerto, calaveras de azúcar,
dulces de leche… un banquete para tentar el alma y los sentidos.
Así es
que entre viejas plegarias desgranadas suavemente, el tiempo pasa sin
sentir, hasta que entre latido y latido,
ella descubre finalmente a sus amados, aquellos por los que ha aguardado el año
entero y llora de alegría y no de pena.
Las
lágrimas benditas caen de sus ojos, mientras percibe en la mejilla el roce de
la mano de un amante que la muerte se llevó,
el abrazo de su padre, en la frente un beso del hijo que se mal logró y
así uno a unos sus muertos regresan para estar con ella.
Malena
Cid
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