Samanta Kleberg —Sam para
los amigos— necesitaba un príncipe azul, o al menos lo deseaba al echar llave a
la puerta del Denny´s, la cafetería de la que era camarera.
No es que fuera la clase
de mujer que necesita de un hombre para ir por la vida—nada más lejos de la
realidad—sin embargo, por una vez deseaba sentir que podía apoyarse en alguien.
Al dar la vuelta para
dirigirse al estacionamiento una ráfaga de frío la golpeó obligándola a
arrebujarse en su abrigo tres tallas más grandes y a encogerse
para protegerse.
El aire helado le
congeló la nariz y al exhalar su aliento se condesó una nubecilla blanca frente
a sus ojos.
Nevaría pronto, podía
sentirlo en los huesos.
Definitivamente el clima
se estaba volviendo loco, se suponía que abril era sinónimo de primavera y sin
embargo tenía frío. Con cierto fatalismo levantó la muñeca para consultar el
viejo y despostillado reloj de pulsera: 11.40 p.m.
Púdrete
Jack pensó con ira.
Esta vez su jefe había
ido demasiado lejos y la había dejado pagar las consecuencias.
Era mejor que se pusiera
en marcha, si esperaba un minuto más… no harán
ninguna diferencia, se dijo con abatimiento. Ya era tarde y de todos modos
su piso estaba a una hora de viaje en auto.
Su reflejo en el cristal
de la puerta fue brutalmente honesto con ella: cabellos castaños despeinados,
la piel de su rostro pálida y el tono whiskey de sus ojos convertido en un
deslucido marrón que Sam asociaba a la desesperación y el cansancio.
—Caramba Sam que mal te
ves.—se dijo con humor torvo.
Suspirando se dirigió
llaves en mano hacia su auto, un viejo Ford azul marino, de tercera —o cuarta— aparcado
bajo un charco de luz en el vacío estacionamiento de Denny´s.
Con premura entró al
viejo cacharro asegurando sus portezuelas de manera automática. Según las
estadísticas el auto era uno de los sitios favoritos de los asaltantes.
Deja
de pensar en tonterías Sam, no ganas nada, ahora mueve el culo y vete.
Con los ojos puestos en
las oscuras siluetas del Cambridge Park, en la acera de enfrente, Sam se dio
prisa por encender el auto y largarse de ahí.
Durante el día el
Cambridge Park era un oasis de verdor en medio de la gris uniformidad de
Boston. De noche sin embargo el lugar era siniestro, desolado y tan oscuro como
la boca de un lobo.
Un escalofrío de temor
le recorrió la espalda. ¿Qué hacia contemplado el lugar en vez de darse prisa?
Sintiéndose un poco a
salvo introdujo la llave y giró para encender el motor pero nada ocurrió.
Simplemente, el motor se
negó a arrancar. Mierda, maldijo
mentalmente No te mueras desgraciado, no
ahora, no aquí.
El auto estaba
definitivamente en coma, el maldito no hacía ni el menor intentó por echar a
andar. Un par de intentos más le dijeron que no importaba cuánto insistiera, su
coche simplemente había decidido tomar una jubilación anticipada o bien ya se
encontraba en el cielo de los vehículos automotores.
Para lo que le
importaba.
Sam se inclinó sobre el
volante apoyando la frente.
Al levantar la vista la
vasta oscuridad del parque parecían tener algo de perversidad.
—Maldito Jack, eres un auténtico
dolor de culo.
Piensa
Sam, piensa que puedes hacer ¿es decir a parte de caminar por esas calles
abandonadas a la espera de un bus que quizás nunca llegue? ¡Si no fuera porque necesito el dinero!
Sam sabía cuál era la
razón —las razones, más bien—por la cual su jefe se comportaba como un cretino:
sexo, poder, más una dosis grande de imbecilidad extrema.
Jack la acosaba desde el
primer día en un intento bastante burdo por lograr que se acostara con él.
Sam había resistido seis
agotadores meses de insinuaciones y velados magreos simplemente porque necesitaba
de las propinas que ganaba para completar su exigua beca, además que el horario
vespertino le permitía cumplir con su horario en la universidad.
En esos momentos Sam
contemplaba la idea de mandar a Jack a la mierda detallándole al infeliz en
donde podía meterse su empleo.
O quizás debería
demandarlo por acoso.
Naaa… la vida ya era muy
complicada para agregarle problemas sin mencionar el estado de sus finanzas
cercano a la bancarrota. Por muy justificado que estuviera, Sam no podía darse
el lujo de gastar en abogados.
No cuando debía pagar el
alquiler y llegar a fin de mes.
Lo que en realidad
necesitaba, era buscar un nuevo trabajo, las cosas se estaban poniendo pesadas
y nada bueno saldría de eso.
La actitud de Jack había
pasado de “que puedo hacer por ti” a “te voy a doblegar, las vas a pagar perra” y
de “te llevo a tu casa” a “aun no puedes descansar” al darse cuenta que no llegaría a nada con ella.
Justo
ahora estaba montado en
“yo soy el jefe y tu mi esclava”
En la última semana no la
había dejado tomar su descanso, ni un maldito día libre para ella en toda la
semana hasta culminar con la desfachatez de dejar a Sam a cargo del local.
Resoplando para quitarse
un mechón de cabellos, la chica rebuscó en su viejo bolso—que había conocido
tiempos mejores —el spray pimienta para colocarlo en uno de los bolsillos del
abrigo, enseguida tomó las llaves colocándolas como puntas entre los dedos de
la mano y salió del auto con el corazón golpeándole fuertemente en el pecho. Al mal paso darle prisa pensó.
Mañana mismo llamaría
para que lo remolcaran.
Eso sí, Sam se dio el
gusto de darle una patada a la llanta trasera que le hizo más daño a ella que
al moribundo auto.
Con las manos en los
bolsillos del abrigo y mientras observaba sus mugrosas zapatillas deportivas echó
a andar segura de que por lo menos podía correr de ser necesario.
En realidad Denni`s no estaba
en un mal vecindario, pero la hora y la cercanía al Southie no ayudaban en
mucho a la seguridad, especialmente a esas horas.
Sus padres no habían dejado
de machacarle que ese no era el lugar para una señorita, que los Klebberg no
tenían la necesidad de trabajar para vivir y mucho menos en esas condiciones
pero Sam tercamente se negaba a ceder.
Era cierto, el estrés se
había convertido en un compañero constate. No era fácil lidiar con las clases,
las investigaciones y ese asqueroso empleo, pero por lo menos era libre. Vivía
a su manera y hacía lo que deseaba, pero lo más importante era que no volvería
a estar bajo la tutela de su padre nunca más y menos se convertiría en un
mueble bonito sin nada en la cabeza... como su madre.
Caminando con rapidez
Sam decidió que hacerlo por el centro de la calle sería más seguro. El sonido
de sus solitarios pasos reverberaba entre los edificios vacíos de otros comercios
recordándole peligros sin nombre.
¡Mierda,
mierda, mierda! pensó,
cómo le gustaría estar ahora mismo en casa, tumbada en la cama, calentita, con
sus pijamas favoritos, una taza de cacao y un buen libro en la mano.
¿A quién trato de
engañar? si estuviera en casa, pensó
Sam estaría trabajando en la redacción de
algún trabajo para entregar mañana a primera hora. En el competitivo mundo
de Harvard aun la carrera de Historia del Arte tenía una buena cantidad de
investigación.
Sam gimió mentalmente al
recordar las tres mil palabras sobre “La caída
de la civilización etrusca y su influencia sobre el arte romano temprano”
que le esperaba al llegar a casa ¡Mierda!
Su estomago hizo un
fuerte ruido recordándole que no había tenido tiempo ni para comer, tendría que
conformarse con un bocadillo rápido o un vaso de leche junto al fregadero, eso
si tenía la suerte de haber recordado hacer las compras.
Nop, nada de eso,
seguramente si quedaba algo de leche en el cartón seguramente se parecería más al
queso.
Caminando a media calle
entre viejos edificios que alojaban comercios durante el día y el borde del
parque se prometió que al día siguiente a primera hora de la mañana buscaría un
nuevo empleo, llenaría el frigorífico y en cuanto pudiera dormiría ocho horas
seguidas de un tirón. Lo necesitaba, realmente.
Un ligero chasquido en
la oscuridad hizo que todo el vello del cuerpo se le erizara. Durante el día
era normal encontrar algún fresco que la siguiera, normalmente Sam sabía
exactamente cómo comportarse pero a esas horas de la noche la situación podría
ponerse bastante fea por decirlo de una forma suave.
—¡Eey— una voz pesada a
la que siguió un largo y obsceno silbido que pareció rebotar entre las paredes.
Curiosamente no sintió miedo sino furia, era simplemente lo que le faltaba para
hacer su noche mejor. Apuró el paso intentando llegar hasta la venida Alewife,
seguro que ahí habría gente. A estas alturas a Sam no le importaba si se
trataba de prostitutas o simples viandantes, en su fuero interno esa esperanza,
aunque banal, era suficiente para evitar que se diera la vuelta y comenzara a
repartir golpes o a correr.
Un nuevo silbido se unió
al primero y Sam tuvo la impresión de estar siendo cazada. Apretando los puños
dentro de los bolsillos de su abrigo el tacto duro de sus llaves le dio un poco
de consuelo, su rápido caminar se convirtió en un ligero trote.
El sonido de música y
risas le indicó que se acercaba a algún lugar en donde habría gente y quizás
incluso taxis. No es que la idea de gastar las propinas de la tarde en un taxi
fuera de su agrado pero qué remedio con tal de llegar a casa a salvo.
Mantente
serena, no pienses en lo que puede ocurrir, en media hora estarás a salvo en tu
casa y te reirás del miedo que sientes.
El ruido de la música se
hizo más fuerte, son unos cuantos metros pensó, si era lista y veloz lograría
escapar.
No logró dar un paso
más, una mano le rodeó la cintura, sus pies se elevaron en el aire. Sorprendida
abrió la boca para gritar pero no huesuda mano le cubrió la boca y nariz.
Sam se retorció
salvajemente aferrada al viejo bolso que contenía sus pertenecías como si la
vida le fuera en ello. Lanzando patadas en todas direcciones intentó hacer
blanco en cualquier parte del su atacante.
Un esfuerzo inútil a
pesar de toda su resistencia estaba siendo arrastrada hacia la lóbrega arboleda
del Cambridge Park.
La visión de las oscuras
siluetas de los árboles desató una oleada de pánico.
Si la llevaban hasta ahí
estaría perdida.
La adrenalina le dio
fuerzas para una última y desesperada resistencia luchando salvajemente por liberarse.
El olor nauseabundo a
sudor y otros desechos inundó su nariz, a duras penas logró contener el intentó
de su estómago por contribuir a su lucha.
—Cálmate zorra — gruñó
una voz desagradable a su izquierda, la presión de un cuerpo flaco y esmirriado
acentuando la amenaza se hizo insoportable— Dame todo el puto dinero que
tengas.
San sabía que no era
rival para la desesperación de un tipo en busca de pasta para su dosis, pero
algo dentro de ella se rebeló ante la idea de perder el dinero que con tanto
esfuerzo había conseguido.
La indignación le ganó
al miedo por poco.
Su escasa fuerza le
bastó para enfrentar con cierto éxito al adicto, después de todo, las drogas
nunca habían sido buenas para los músculos.
Fugazmente captó los
ojos inyectados en sangre de un yonky. Crack
o anfetaminas decidió Sam, lo que fuera le daba resistencia, sus manos
nervudas se negaban a soltarla.
No, decidió Samanta, no iba a dejar
que su dinero tan duramente ganado sirviera para comprar la próxima dosis de
aquel desperdicio humano.
Estaba terriblemente
cansada, absolutamente estresada, cabreada hasta el infinito y muy poco
dispuesta a ser la víctima.
Gritó usando toda la
fuerza de sus pulmones mientras daba un par de golpes en medio de frenéticos tirones
a su bolso.
—Cállate— gritó otro
Yonki. El ligero temblor en su voz le dijo a Sam que se acercaba peligrosamente
al mono.
En el fondo Samanta
sabía que era imprudente resistir. Ser inteligente significaba, hacer lo
necesario, darles lo que pidieran, en pocas palabras vivir para contarlo, pero
no podía, simplemente se negaba a ceder.
El yonki recién llegado
era flaco como un espantapájaros, sus cabellos largos y grasientos le caían
sobre un rostro con marcas de acné, vestía con una mugrienta trinchera,
descartada del ejército y se movía espasmódicamente sin dejar de mirar en toda
dirección nerviosamente.
—Dame el dinero puta,
dámelo—chilló a voz en cuello intentando arrancarle el bolso de las manos.
—Cuando el infierno se congelé
—respondió Sam pateando.
Un certero puñetazo en
la mandíbula que le hizo ver estrellas, al instante le arrancó el bolso.
Dolorida y desorientada
Sam aprovechó el momento de triunfo de los drogatas para escapar. Usando las
lecciones aprendidas en clases de autodefensa dio un certero pisotón sobre las
gastadas zapatillas del tipo para enseguida golpearle la nariz con la mano
abierta haciéndolo sangrar.
—Perra — chilló el
hombre llevando las manos a su rostro para intentar parar la hemorragia nasal.
Sam tuvo un momento de
feroz alegría antes de sentir un brutal tirón en el brazo y el filo de una
navaja contra su cuello.
—¿Quieres morir puta?—El
temblor en la voz de este drogata era más pronunciado, le retorcía el brazo con
saña a la vez que la punta contra su piel vibraba desequilibrada.—¿Quieres
morir… eh… si?—repetía el tipo como si hablara solo.
Samanta dejó de
resistir, el reguero tibio de su sangre contrastaba con la frialdad de la noche.
Ahora
si tengo problemas.
Un millón de ideas se le
cruzaron en la cabeza: al menos no tendré
que entregar la tarea de mañana, ¿Quién cuidará a mi gata?, ¿me extrañara mamá?
Delirante creó planes
desesperados de escapatoria y hasta rezó una breve plegaria rogando por ayuda,
pero el más extraño de todos esos pensamientos azarosos fue la idea de que moriría sin haberse enamorado
jamás.
Voy
a morir y sin haber amado
Que cliché tan estúpido
y tan cierto. Sin poder remediarlo Samanta rió.
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